SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


sábado, 5 de mayo de 2012

CAMINO DE SANTA CRUZ

9                CAMINO DE SANTA CRUZ

“Nessun dorma! Nessun dorma!
Tu pure, o, Principessa,
nella tua fredda stanza,
guardi le stelle
che tremano d'amore e di speranza
(¡Nadie duerma! ¡Nadie duerma!
        Tampoco tú, oh Princesa,
        en tu frío cuarto
        miras las estrellas
        que tiemblan de amor y de esperanza)…”

Aria: Nessun dorma de Turandot - Giacomo Puccini
Giuseppe Adami y Renato Simoni



Cuando llegaron a Tartagal, catorce horas después de salir de Miramar, era noche cerrada. El atardecer había sido impresionante sobre la cordillera sub andina al acercarse al Chaco. A pesar de todo Pintado había disfrutado observando el sol ponerse a su izquierda, viendo como se derramaban todos los colores del arco iris sobre las estribaciones rocosas y se mezclaban en la línea del cielo el ocre de las montañas con los tonos púrpura, rojo y violeta. Y más allá los esmeralda de la vegetación del llano al encuentro de la desértica, al amparo de la piedra. La tierra al enfriarse había liberado los aromas metálicos que de día había atesorado en su interior haciendo que su pituitaria disfrutara de los últimos minutos del día con la esencia acrisolada de la vida.

Poco a poco la monocorde negrura de la ruta se fue salpicando de luces  solitarias, balizas perdidas que indicaban el comienzo del arrabal de la población. Las luciérnagas esquivas fueron sustituidas de repente por un rosario de letreros luminosos que señalaban las fachadas de los destartalados clubes de carretera de las afueras. Tartagal -una ciudad desarrollada al calor de los servicios petroleros- despedía ese aire de pueblo donde se gasta alegremente la plata ganada durante el mes en áreas remotas, de ciudad minera y calles sucias y enfangadas por el río que tendía a desmandarse de su vega, casas bajas y desperdigadas y mujeres que mostraban su cuerpo en las esquinas, esperando atraer -como anzuelos en el río- con la carnada de sus curvas explícitas peces esquivos, pero hambrientos, que morderían el metal de su sexo.
Elena lo dirigió hasta que llegaron a un hotel de mala muerte cerca del centro de la población: un edificio de planta baja y terraza plana, de aspecto fronterizo, con paramentos enfoscados de adobe y pintados de ocre, de ventanales con postigos de madera embadurnados en verde sobre verde. La puerta, parcialmente descolgada de sus goznes, hacía siglos que no se cerraba. La única señal de que detrás de aquellas paredes se alquilaba alojamiento era un letrero de neón, grimoso cuyos tubos de vidrio, rotos hacía siglos, colgaban en desorden de una oxidada estructura de metal anclada precariamente a la fachada. Orson Welles podría haber pasado por allí antes de rodar Sed de Mal, Quizás detrás de aquellos muros estuviera Charlton Heston –aquella mueca torcida en la boca, apretados los labios- buscando a su esposa raptada. Miró de reojo a Elena Carrión, pero ella no se parecía a Janet Leigh ni Tartagal era Los Robles.
Aparcaron el vehículo delante, frente a una desvencijada camioneta que hacía guardia en la puerta. Un charco de aceite formado por el goteo de un transformador elevado sobre un mástil de madera empantanaba la zona de entrada. Nadie salió a recibirlos. Una bofetada de calor en la cara le hizo pensar en el verano sevillano, la temperatura todavía no había empezado a descender y una nube de pequeños mosquitos se organizó en torno a ellos amenazando con dejarles la piel como un colador. Pintado cogió su equipaje y la bolsa con el fusil. La mujer quedó esperando por el suyo, aunque cuando comprobó que el español echaba a caminar y le daba la espalda tomó el suyo y lo arrastró tras de sí murmurando algo en voz baja.
Un viejo esperaba tras un mostrador de madera en perfecta simbiosis con el resto del mobiliario. El polvo se había ido acumulando sobre todo y la pátina de años de inmovilidad le había conferido una suerte de quietud eterna que se fundía con la propia naturaleza de las cosas. Apenas enarcó una ceja, giró un viejo cuaderno de pastas gastadas y rotas y señaló con el dedo un pringoso bolígrafo atado a la gastada encimera por una cuerda tan vieja como el encargado. Pintado miró a Elena y esta lo apartó para inscribir ella al matrimonio Sellán: Diego y Mariela…
El viejo caminó tras de ambos arrastrando cansinamente los pies enfundados en roídas zapatillas de guata. Pintado lo sorprendió contemplando el trasero de Elena, un hilillo de saliva, pringoso y amarillento, le goteaba sobre la sucia camiseta de tirantes. Sintió repulsión por él. La mujer acentuó el vaivén de las caderas con saber de buscona. Recorrieron las viejas arcadas del patio interior hasta detenerse delante de una agrietada puerta de madera, la  número cinco. Elena se giró para decirle algo al oído al español: “Déjalo, así se muera cuando se pajee pensando en mí… Pobrecito
Había una única cama en la habitación. Ella se tiró materialmente sobre la gastada y polvorienta colcha y el cabecero de latón chocó contra la pared despidiendo contra el suelo restos de pintura desconchada. Frente al lecho, junto a un espejo descolorido y sucio, se abría la puerta de un aseo en el que una bañera oxidada ocupaba la mayor parte del espacio. Dos cucarachas hacían carreras en el velódromo curvado del fondo de la tina, sorteando lagunas de agua roñosa y los restos fosilizados de un asqueroso condón usado. Pintado dejó caer al suelo el equipaje y depósito la bolsa con el arma en la única butaca del cuarto. Elena, echada en la cama, le sonreía con la espalda apoyada en el cabecero y las piernas abiertas hacia él...

El camastro resultó la peor versión imaginable de un martirio chino. Pintado sintió como un insecto que ni quiso imaginar recorría sus brazos en dirección a la cabeza. Lo aplastó de un manotazo y se quitó de encima la masa pegajosa de queratina y pulpa sanguinolenta. Se giró y apoyó la cabeza en el antebrazo procurando conciliar el sueño. Estaba demasiado agotado para hacerle ascos a un par de horas de descanso e  intentar recuperar las fuerzas. Tenía que encontrar la oportunidad para echar a andar su plan y eso requería de un mínimo de tiempo y paciencia. La espalda le dolía como si hubiera estado acarreando sacos de cemento y el cuello se le tensó en un doloroso espasmo que tardó en controlar y relajar. Tenía sed y no se atrevía a beber de la canilla del lavabo, para colmo ella roncaba como un oso cavernario a mitad del invierno. Salió al patio interior cuidando no hacer ruido, dejó la puerta entreabierta y respiró el aire fresco de la noche. Sobre él titilaban en el cielo miríadas de estrellas, incontables y perpetuas, cada una de ellas un mundo tan pujante como el que ahora pisaba, como sobre el que diluía su angustia y derrochaba la vida. De tenerlo a mano habría encendido un pitillo y dirigido el humo exhalado hacia el techo celeste, habría inundado sus pulmones de gases por el mero placer se sentir en su boca el acre sabor del tabaco. Se sentó sobre el poyete, de espaldas al pilar de mampostería, y disfrutó de la silente noche hasta que Elena asomó por la puerta y rompió el encanto de la soledad...

Gabriela V. apartó con la mano el cabello que le tapaba la cara y dirigió de nuevo esa mirada de hembra salvaje que lo había vuelto loco en cuanto la vio. Se apartó de él y le acarició el torso con las manos suaves y delicadas, de dedos largos y cuidados. Su tacto era cálido y electrizante, una sensación de plenitud, enervante. Cuando ella llegó a su vientre se irguió de la cama y lo abarcó por atrás, apoyando sus senos en la espalda. Él sintió los pezones, duros, sobre su piel. Se giró y los tocó: grandes y negros, pujantes ahora que estaban enhiestos, dulces cuando se los llevó a la boca y los chupó hasta hacerlos enrojecer. Notó en sus manos el volumen de los senos, generosos y tersos, no estaba operada y la caída natural de los pechos los hacía todavía más espectaculares, a pesar del tiempo desafiaban orgullosos a las leyes de la gravedad. Rolando jugó con ella hasta tirarla sobre la cama, puso sus manos en sus muñecas y la forzó riendo hasta contemplarle el rostro. Ella era muy morena, de tez aceitunada y sedosa, ojos grandes, oscuros y profundos, la nariz un poco ancha en la base y boca jugosa que sabía a fruta. Sus rasgos estaban mezclados y tenían la corrección de la mujer mediterránea y unas gotas de sangre indígena, que indicaba algún antepasado andino entre sus ancestros –las otras mujeres la consideraban una usurpadora Colla en la tierra de los Cambas-. Gabriela V. se revolvió traviesa hasta quedar sentada sobre Rolando, apoyó la grupa sobre el bajo vientre de él y se acopló. Empezó a moverse sobre él con gestos contundentes y cadenciosos. El sudor perló la piel de ambos. Pasó una eternidad y nada pasó por sus mentes, sólo piel y calor, y un olor acre y enervante, salino, a hembra, a macho, hasta que juntos llegaron al orgasmo y quedaron dormidos.

Salieron de Tartagal como habían llegado, con las mínimas luces de un amanecer pendiente, por calles embarradas y vacías de tráfico. Cruzaron el puente metálico y siguieron el curso del río hasta tomar la ruta 34 en dirección a la frontera. Antes de llegar a Yacuiba paró en un recodo del camino, allá donde le indicó Elena, donde les esperaba una vieja camioneta cargada con tablones de madera de los usados en construcción. Pintado sacó la bolsa con el fusil de francotirador y se la entregó al conductor, un joven con aspecto de indígena que la introdujo en un cajón disimulado en el fondo oxidado del vehículo. Formaba parte del plan, introducirían el arma en Bolivia en una mula contratada, mientras ellos atravesaban la vía como dos turistas en dirección a Santa Cruz de la Sierra a menos de 500 kilómetros al norte de la frontera.
Una foto de Evo Morales con cara de haber estudiado en colegio de pago y una banda atravesada en diagonal con los colores de la bandera boliviana sobre el cuerpo era la única decoración oficial del puesto. Cerca, un par de oficiales de la policía de frontera boliviana inspeccionaban los camiones de transporte que introducían las mercancías argentinas al país vecino, asegurándose de recibir la ayuda complementaria a sus pírricos salarios. En lo que respecta a ellos las precauciones fueron inútiles, el cansado guardia fronterizo que les había tocado en suerte apenas despertó salvo para, con los ojos entrecerrados, contemplar los senos de Elena y dirigirle una mirada de envidia al camarada Pintado. Decenas de camiones desvencijados hacían el recorrido inverso, en dirección a la Argentina, transportando en sus cajas de madera hortalizas y mano de obra barata en dirección a los vecinos campos de petróleo y gas.
Se adentraron en Bolivia por el único camino transitable. Al poco pararon y recuperaron la bolsa que les entregó el mismo joven que les había hecho el relevo al otro lado de la frontera. Elena le pagó con unos sucios billetes que extrajo de su cartera y una sonrisa condescendiente que no habría engañado ni al más tonto de los enanitos de Blancanieves. Pronto el sol les dio de plano y la temperatura exterior se elevó por encima de los treinta y cinco grados. Pintado encendió el aire acondicionado, pero este no funcionó. Elena soltó una maldición y se desabotonó la blusa dejando al descubierto sus senos, apenas contenidos por un delicado sujetador de encaje. Subían y bajaban con la cadencia de la respiración y el sudor resbalaba por entre la canal en dirección al valle de las sombras. Pintado tomó una botella de agua y dejó que el líquido le refrescara la garganta y resbalara por dentro de la camisa, mojando el torso. Ella lo miró con ojos de gato al ratón. El español se concentró en el camino y condujo en silencio hasta llegar a Villamontes...


 Cuando emprendieron la ruta el sol estaba en el cenit y apretaba de lo lindo. El 4x4 parecía un horno cuando entraron en ella y por más que pusieron el aire recién reparado tuvieron que conducir un buen rato con las ventanillas bajadas hasta conseguir hacer habitable el interior. Para cuando subieron las ventanillas  la camioneta parecía la bolsa de recogida de residuos de un aspirador, dentro aire y polvo ocupaban el espacio a partes iguales. El escote de Elena se había convertido en una rambla de lodo y la camisa de Pintado amenazaba con convertirse en una segunda piel. A la altura de un villorrio llamado Palos Grandes se encontraron de frente con un convoy que abandonaba la carretera principal y que transportaba equipamiento para el vecino campo gasífero de Margarita. Para sorpresa de Pintado la mole de acero llevaba estampada en su superficie el distintivo de una conocida empresa española.

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