SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


domingo, 13 de mayo de 2012

SIN TREGUA

10              SIN TREGUA

“No me des tregua, no me perdones nunca.
Hostígame en la sangre,
que cada cosa cruel sea tú que vuelves.
¡No me dejes dormir, no me des paz!
Entonces ganaré mi reino,
naceré lentamente.
No me pierdas como una música fácil,
no seas caricia ni guante;
tálame como un sílex, desespérame…”

Encargo
Julio Cortázar
Rolando García era el Gerente General del hotel. Las fotos tomadas durante los escarceos sexuales mantenidos con la bella boliviana le habían convencido de que debía seguir las instrucciones para evitar que llegaran a manos de su esposa. No podía permitirse que ella se separara de él, a fin de cuentas se había casado con la hija del propietario del emporio hotelero para vivir del cuento durante el resto de su vida. Xian se había encargado de explicárselo con todo detalle. No le pasaría nada si colaboraba, su papel se limitaba a asignar las habitaciones y asegurar que esto se ajustara al plan pergeñado por sus patrocinadores. Toda su vida había respetado las reglas del juego de los poderosos, pensaba que mientras siguiera siendo una pieza del juego nada le ocurriría. Su trabajo había consistido en entregarle al hombre de Sanmartín la lista de las habitaciones ocupadas por los participantes en la cumbre; un plano del hotel y en asegurar que una pareja de visitantes ocupara la suite Príncipe de Asturias, así como que la habitación contigua a esta estuviera libre por mantenimiento durante la semana del evento. También había procurado un par de uniformes de los usados por el personal del hotel y unas credenciales a nombre de dos empleados inscritos en el registro oficial del establecimiento, que esa semana se encontraban de librada forzada.
Rolando no sabía que aunque fuera un simple peón en el juego se había convertido en un fleco suelto. Y los flecos sueltos se cortan al final antes de entregar la pieza. Rolando no sabía que era su último día en el planeta de los vivos y que aquella tarde su cuerpo sería encontrado sin vida en el apartamento que poseía en el edificio contiguo al hotel, un lugar discreto que él mismo se había encargado de asegurar fuera invisible hasta a sus íntimos. El diagnóstico forense sería muerte accidental por asfixia durante práctica sexual aberrante. Aparecería colgado suspendido de un cordón amarrado al cabecero de la cama, con restos de su semen. Frente a él una televisión de plasma donde visionaba una película snuff.
Gabriela V. había disfrutado de lo lindo mientras lo cabalgaba llevándolo al orgasmo, apretando la cuerda de algodón en torno a su cuello. Esta vez la experiencia había sido muy superior a las previas. Había alcanzado el orgasmo mientras él babeaba y se debatía entre sus manos. Glorioso. El pene había crecido y pulsado dentro de ella instantes antes de la muerte. No era una cuestión física, ella disfrutaba porque sabía lo que le pasaría a continuación a su amante forzado. Se apartó a tiempo para que el hombre derramara su carga de ADN sobre un cuenco que tenía preparado. Xian había luego preparado la escena del crimen, cambiando la sábana que cubría el lecho, eliminando los rastros explícitos de ella y sustituyéndola por otra nueva que ensució con el semen recogido, asegurando que un primer escrutinio arrojara el veredicto de muerte accidental. Confiaba en que la baja cualificación de la policía cruceña, y los titulares de días posteriores atrayendo la atención de las autoridades, hicieran que la muerte de Rolando quedara en un segundo plano. Luego sería demasiado tarde para seguirle el rastro. Ese era el plan que ambos conocían. Había otro que sólo conocía Xian… Antes de salir, sin que ella se diera cuenta, había dejado una foto de la pareja manteniendo relaciones, una de las tomadas días antes.
Después Gabriela V. y Xian lo habían ido a celebrar juntos. El sicario sabía que no era profesional tirarse a una compañera, pero en esta ocasión sería parte del trabajo. Él, a su modo, era un converso de la causa que servía. Su señor era Sanmartín y a este se debía en cuerpo y alma. Su código samurai –él lo veía de esta manera- así lo exigía. Había nacido en un suburbio de Bogotá y desde niño servido al cártel que dirigía el narco Víctor Manuel Mejías junto a su hermano Miguel Ángel. Los mellizos lo habían entrenado bien, pero él tenía otras expectativas. Sanmartín encontró en el muchacho algo que llevaba tiempo buscando. Un alma sin aristas, un ser amoral que nunca haría preguntas. Un terreno baldío donde no crecerían los escrúpulos y donde las respuestas no serían necesarias. Una inteligencia a prueba de ambición y sin conciencia. El subalterno perfecto.
Se dirigieron al apartamento que ella ocupaba en un condominio al final de la Avenida San Martín. Nadie ajeno al edificio los vio llegar cuando el coche entró al aparcamiento del subsuelo. El guardia de seguridad apartó la vista con desgana del detallado examen anatómico que dedicaba a la chica del mes la pringosa revista pornográfica que hojeaba. No notó nada extraño, vio sólo a la señorita Gabriela, la modelo –así la llamaban con falso respeto los porteros- que ocupaba uno de los lujosos áticos del edificio. Ella quedaba muy fuera de su alcance y le daba generosas propinas para que dejara salir a sus habituales acompañantes cuando ellos terminaban. Por eso nunca hacía preguntas, nunca anotaba sus nombres, nunca miraba sus rostros.

Xian cerró la puerta después de rociar el cuerpo sin vida con lejía y limpiar las pocas huellas que había dejado. Nadie en el edificio oyó nada, al menos nada diferente a lo habitual. Otra vez la golfa de al lado ganándose la vida, pensarían quizás. Antes de salir, como había hecho con Rolando, dejó algo en la mesita de la alcoba. Un pasaporte. El mismo que días antes le había quitado a Pintado.
El sicario salió paseando tranquilamente por la avenida alejándose del segundo anillo, sin levantar sospechas. A los pocos metros se confundió con la multitud que ocupaba a aquella hora la calle tomando copas en los garitos que flanqueaban la vía. Un transeúnte más entre otros. Acabó perdiéndose en la oscuridad por una de las calles laterales.
Había orquestado todo para que durante los días siguientes la policía cruceña acabara relacionando la muerte violenta de una bella y experimentada prostituta y la de un buscavidas local con el magnicidio de Juan Miranda a manos de un ex policía español fracasado. Su señor Sanmartín se sentiría orgulloso de él, había tejido un tapiz perfecto. Sin flecos. Sin cabos sueltos.

Pintado regresó a la habitación tras analizar con cuidado las medidas de seguridad que se habían dispuesto para la Cumbre. Los detalles coincidían con los que les había explicado Elena. Esa noche llegarían los delegados más importantes y entre ellos Juan Miranda. Se estaba quedando sin tiempo de respuesta y necesitaba contactar con él antes de que fuera demasiado tarde. Para ello debería desembarazarse de su acompañante forzada y eso –lo sabía por experiencias anteriores- no iba a resultar fácil. Hasta ahora la poca libertad de la que había gozado era porque ella confiaba en que la amenaza que suponía que Marta estuviera en poder de Sanmartín era garantía suficiente para que el español no sacara los pies del plato. Y llevaba razón, no podía exponerse a que ellos cumplieran sus amenazas y le dieran matarile a su ex-esposa. Si eso ocurriera nada de todo aquello habría tenido sentido.
Buscó algo que pudiera ayudarle, tenía el tiempo contado antes de que ella regresara. La había dejado en la piscina flirteando con el ejecutivo español que la tarde anterior, a su llegada, casi se desmaya al verla. Se compadecía del pobre diablo aunque cada cual labra su propio destino con esas pequeñas notas al margen, cosas de la literatura de la vida… Aparte de la ropa femenina -ordenada pulcramente en el armario- sólo estaba la bolsa con las pertenencias de Pintado. La misma que habían limpiado previamente a devolvérsela. Un destello –la sombra de un recuerdo- cruzó por su mente. La vieja bolsa de mano de piel, quizás con suerte… Y la tuvo, en una esquina de un bolsillo interior encontró lo que buscaba: un gastado blister de tranxilium 50, la benzodiacepina que tiempo ha le habían recetado para tratar la ansiedad que había seguido a su marcha forzada de la policía. Quedaban cuatro, más que suficientes para garantizarle un rato de libertad fuera del control de Elena Carrión, siempre y cuando consiguiera que ella las tomara sin sospechar…


Habían bajado al comedor a la hora de la cena. El recinto era abierto y no tenía aire acondicionado. Al principio costaba trabajo acostumbrarse a la humedad del ambiente, pero luego de pasar unos minutos bajo el aire impulsado por las aspas de los ventiladores de techo la sensación no era del todo desagradable.
Ella se había embutido en un vestido negro de una pieza, lo suficientemente apretado como para resaltar cada curva y pliegue del cuerpo femenino y lo suficientemente corto para mostrar sus piernas espectaculares. Se había soltado el cabello, negro como el azabache que ahora caía en cascada sobre la espalda. Todo el día expuesta al sol en la piscina había provocado que su piel estuviera muy bronceada. Brillaba aceitada por las lociones y despedía un olor picante, especiado, a canela y toques de jengibre, un perfume muy especial que gustó a Pintado. Aunque la despreciaba, sin embargo, su atractivo era tal que él se obligaba a no bajar la guardia en ningún momento, consciente del peligro de estar junto a ella. Todas las miradas estaban clavadas en ellos. Con Elena Carrión al lado era imposible pasar desapercibidos. El ejecutivo español pasó junto a ellos y se detuvo para decirle algo al oído a la mujer. Ella se rió y lo besó fugazmente en los labios. El hombre continuó camino presumiendo como un pavo real. A su alrededor todo eran murmullos y miradas de envidia. El tipo se sentó cuatro mesas a lo lejos entre saludos de felicitación de sus compañeros, como si hubiera acabado de meter un eagle en el hoyo 18.
-¿Sabe ese gilipollas con quien se la está jugando? –Preguntó Pintado con el rostro girado en dirección a la mesa que ocupaba el divertido grupo.
-No seas moralista Pintado. Ha disfrutado de lo suyo esta tarde, ahora que ese pringado apechugue con las consecuencias.
-Está bien, pero no quita que me den pena tus víctimas...

Dos botellas de vino después Elena había bajado lo suficiente la guardia como para que Pintado pensara en poner en práctica el plan que había urdido para contactar con Juan Miranda. Dejó que sus rodillas entraran en contacto con las de ella por debajo de la mesa y que las miradas de ambos se cruzaran e interpretaran el silencio que se había instalado entre ellos. No hizo falta más. Ella sonrió con malicia, sus ojos mostraban la satisfacción del objetivo cumplido. Se levantaron de la mesa y salieron al pasillo exterior en dirección a la habitación situada en la planta baja. El vestido se le había subido hasta hacer algo más que delimitar las nalgas. Ella se dio cuenta, aunque no hizo nada para corregir la situación. Delante de la puerta de la suite lo cogió por la cintura e intentó besarlo. Pintado se dejó hacer. Notó su sabor ácido en la boca y no le repugnó como habría pensado. Le metió la lengua hasta la garganta y él notó como ella acercaba su cuerpo al suyo presionando con su orografía la anatomía masculina.
Pintado se zafó por unos instantes y deslizó la tarjeta codificada en la ranura de la puerta. Entraron. Sobre la mesa del salón había una botella de vino espumoso de origen argentino. Él llenó dos copas y le acercó una a Elena. La mujer sólo se mojó los labios y se apartó del español hasta quedar completamente a su vista. Se despojó del vestido muy lentamente, dejando que resbalara por su cuerpo y cayera hasta el suelo, a sus pies. No llevaba ropa interior. Atrajo al hombre hasta ella y de nuevo lo besó apasionadamente, hasta cortarle la respiración, él se apartó buscando aire desesperadamente. La mujer se había inclinado sobre su bolso y sacó una cajita rectangular con tapas de nácar. La abrió y esparció algo de su contenido sobre el vidrio que protegía la mesita de noche. Esnifó la cocaína con un delgado cilindro de plata, limpió la superficie con el dedo y restregó con este sus encías. Echó la cabeza hacia atrás y dio un grito de satisfacción mientras se alborotaba la cabellera. Elena tomó a Pintado de la mano y lo llevó hasta el lecho donde lo tiró con violencia y le retiró los pantalones. Embadurnó el pene con el polvo blanco y estimuló su virilidad hasta conseguir una dolorosa y enorme erección. Lo lamió durante un rato, mirándolo a la cara con sonrisa triunfadora, luego le enfundó un preservativo que previamente se había llevado a la boca y se montó sobre Pintado para cabalgarlo…

Pintado había decidido buscar algún locutorio donde poder usar Internet. En la marquesina de entrada el soldado que hacía guardia apenas le prestó atención cuando salió: era sólo uno de esos extranjeros estirados que solían dejar el hotel a la búsqueda de algo de diversión con un elemento local. Malditos gringos imperialistas...
Miró al cielo: una inmensa extensión donde algún día extravió sus sueños de muchacho bueno y se preguntó dónde había quedado su esperanza. Ninguna de las incontables estrellas le respondió. Le escocía el pene, Elena se lo había dejado en carne viva, a ratos sentía un cosquilleo que sólo se calmaba cuando se presionaba con la mano. Respiró profundo y miró a diestra y siniestra, apenas había tráfico y nadie caminaba. Rechazó la invitación de uno de los conductores de guardia a la puerta y anduvo avenida abajo hasta alejarse unos centenares de metros, allí localizó una parada de taxis. Se montó en el primer vehículo estacionado: un viejo automóvil de origen chino con el volante cambiado a la izquierda y el cuadro de mandos situado a la derecha en su posición original. El conductor –un joven viejo desdentado que llevaba una gorra de los New York Yankees-  lo llevó hasta un establecimiento abierto las veinticuatro horas cerca de la Plaza de Armas, en el centro de la localidad. Pagó la carrera con generosidad y bajó del vehículo. La calle estaba desierta. Sólo un grupo de perros callejeros parecía encontrarle utilidad a aquella zona de la ciudad vieja. El tugurio estaba vacío salvo por un hombre sentado en una mesa al fondo y un par de jóvenes con aspecto de dormitar sobre el teclado de los viejos ordenadores. Las pantallas parecían sacadas de un estercolero, pero funcionaban. Echó un vistazo a su alrededor, un cartel mugriento reclamando la independencia de Santa Cruz era el único adorno de las paredes. Se acercó al encargado, este apartó la vista de la pantalla y con el dedo le señaló una hoja donde estaban escritas las tarifas del servicio. Pagó con un billete de diez dólares y obtuvo permiso para acceder durante treinta minutos.

Hay adioses que suenan como una enorme puerta al cerrarse y quedan retumbando en el cerebro. Ese chau reverberó en los oídos de Pintado con un eco macabro. Tomó aire y exhaló lentamente hasta recuperar la calma. Luego comprobó de nuevo el saldo, apenas si le quedaban un par de dólares, lo suficiente para una conversación de tres minutos con el Capitan Haddock.
Diez minutos después Pintado esperaba un taxi sentado en un banco de la plaza de armas frente a la fachada iluminada de la catedral de Santa Cruz. Había quedado en encontrarse con Miranda en un restaurante próximo al hotel, aunque lo suficientemente apartado y discreto como para pasar desapercibidos en uno de sus reservados.
Un perro flaco y sin apenas pelo se acercó a la mole que observaba la figura de Pintado oculto bajo los soportales de madera de una de las calles laterales a la plaza. Xian apartó al chucho de una patada. El grito del animal se produjo cuando el español acababa de entrar en un vehículo tan descacharrado y tiñoso como el que le había llevado hasta allí. El sicario se apartó con desgana y montó en el todoterreno que lo esperaba con el motor encendido. Siguió la trayectoria del taxi por las solitarias calles del viejo casco de Santa Cruz en dirección de vuelta al hotel. 

NOTA DEL AUTOR: El capítulo, tal y como se ha incluido, está incompleto. Solo contiene alguno de los párrafos del original.


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