SINOPSIS



Esta nueva entrega de la saga protagonizada por Ginés Pintado nos introduce en una historia de venganza y corrupción. Elena Carrión –la particular Moriarty de Ginés- hace de nuevo irrupción en escena para desquitarse de su obligada salida de escena en la novela anterior.

Pintado persigue el rastro de su ex mujer desaparecida en Buenos Aires, por Argentina, Bolivia y Perú. Lo inesperado se hace presente cuando la Organización que dirige el magnate Ricardo Sanmartín le obliga a planear un atentado contra un viejo amigo y colega, ahora Ministro del Gobierno argentino.

Una trama ambientada en la Latinoamérica gobernada por las grandes fortunas en la que dos siglos después las familias patricias que protagonizaron la independencia de la metrópolis siguen ostentando el poder. Ahora no sólo ejercen el dominio político y económico, más allá de la corrupción, son los señores del tráfico de drogas y la trata de blancas, con las que se complementan los ingresos de las corporaciones familiares.

La sombra del Cisne Negro es una historia donde la maldad destila la suficiencia del poder y donde la razón no es arma bastante para limitar el daño que aquella produce. Una historia en la que el amor ha dejado su sitio a la soledad permanente del héroe.


domingo, 20 de mayo de 2012

LA ADVERTENCIA DE CAIN


11          LA  ADVERTENCIA DE CAIN
“"… Al borde estoy de ser
lo que más aborrezco:
Caín de lo que quiero"”

Todo más claro
Pedro Salinas




El taxi lo dejó a la puerta del local en que lo había citado Miranda. El portero le franqueó la entrada, acostumbrado a recibir a los europeos sin hacer preguntas, luego obtendría su parte de la propina. Un hombre mayor con aspecto de abuelo afable enarcó las cejas y le ofreció una sonrisa condescendiente. Pintado preguntó por el reservado del señor Prim, tal y como había acordado con el argentino. El tipo que parecía el abuelo de Heidi se levantó y le indicó con un gesto que lo siguiera. Recorrieron el largo pasillo, una galería cubierta por un techado de madera y hojas de palma que rodeaba un enorme patio central en el que la vegetación hacía acto de presencia en cada rincón: epífitas de brillantes hojas y flores misteriosas colgando de búcaros, en el aire, macizos de buganvillas y plantas del ave del paraíso en el terrado. Un pequeño jardín del edén domesticado. Llegaron a la puerta que había al final del pasillo. El sherpa, desde fuera y sin traspasar el umbral, la abrió e invitó al español a entrar. Este miró dentro, Miranda aún no había llegado.
La puerta se cerró tras Pintado. Una camarera que esperaba dentro le señaló las bebidas ordenadas sobre una vieja cómoda de caoba. El español eligió un single malt de veinte años a palo seco y se lo ventiló de un trago. La chica le sirvió otro y lo dejó solo. Echó un vistazo a su alrededor. La zona central del reservado la ocupaba una mesa para cuatro comensales, las paredes estaban decoradas con pinturas religiosas, réplicas de obras de estilo barroco mestizo. Pintado se acercó a una de ellas y contempló el maravilloso trabajo: pasó el dedo con delicadeza sobre la superficie cuarteada y observó la estampa policromada de un ángel, el labrado de la madera del marco, los sobredorados de pan de oro. Llegó a la conclusión de que la réplica tenía una calidad de ejecución semejante a la del original y dado el tiempo transcurrido se había convertido en una antigüedad en si...

Pintado se acercó hasta la barra y pidió un jugo de Maracuyá. Vio a Elena a lo lejos, tomando el sol en una tumbona, tostándose como un bife de chorizo a la parrilla. Su piel reverberaba y emitía vapores, como asfalto recalentado. Estaba embotado, los sonidos llegaban amortiguados hasta él hechos meros ruidos, como si hubiera estado sometido al cambio de presión de la cabina de un avión. La cabeza le zumbaba como si dentro se hubiera instalado una colmena. Junto a él se sentó una mujer. Primero le llegó su aroma. Simplemente a jabón, como si acabara de salir de la ducha. Se giró ligeramente para verla mejor. Morena, con el pelo cortado en una media melena y con inconfundibles rasgos mestizos donde la parte africana pugnaba en las mismas proporciones con la blanca y la latina. Parecía brasileña, quizás venezolana.
Estaba sentada, cruzada de piernas sobre el taburete. Vestía jeans y una sencilla camiseta blanca de algodón. Sonrió a Pintado con elegancia y ordenó un coctel –un peach beach, oyó-. Ambos permanecieron en silencio. Ella se quitó las gafas de sol y aunque sus miradas se enredaron a ratos ninguno dio pie a la conversación. El rostro femenino apenas reflejaba su edad, seguramente unos años más joven que Pintado, rozando los cuarenta. La nariz era pequeña y fina y los ojos almendrados y de color ámbar. Tenía los pómulos bien marcados y la boca de labios grandes y generosos. Una belleza en plena madurez que había dejado hace mucho tiempo de ser una niña.
Ella bebió de la copa a pequeños sorbitos hasta agotar su contenido y se irguió alejándose de la barra casi tan sigilosamente como había venido, apenas un repiqueteo de tacones en el piso de terracota. Dejó tras de sí una estela olorosa discreta y suave.
En el cabezal del taburete dejó olvidada una bolsa de plástico negro. Pintado hizo ademán de correr en su busca y avisarla, pero el peso de la misma le indicó que era lo que Miranda le había prometido. La ocultó entre su regazo y la barra y comprobó que nadie lo estuviera observando. Elena seguía en la piscina, como un lagarto al sol. Nadie pareció reparar en los manejos del español…

A la hora señalada apagó las luces del cuarto y descorrió las cortinas que ocultaban la vidriera que daba al jardín. La abrió, sintió en su cara la bofetada de aire cálido procedente del exterior. Las balizas luminosas señalaban  los caminos interiores entre los macizos con plantas y los árboles de mayor porte iluminados también en su base. Los cantos de las chicharras y sapitos llenaban el aire con su sinfonía del nuevo mundo. El improvisado espectáculo de luz y sonido resultaba inquietantemente apacible. Pintado se retiró hacia el interior de la habitación a cubierto de la claridad que venía desde el jardín, apoyó el cañón del fusil sobre el respaldo de una silla e introdujo un proyectil en la recámara. Sintió el zumbador del celular en su muslo y miró el mensaje de Miranda. “Ánimo amigo, tres minutos para puesta en escena, atento a mi movimiento”.
La figura se distinguía con toda nitidez a través de la mira telescópica. Miranda terminando de acicalarse frente al espejo, de perfil respecto a Pintado; ajustando la corbata; abrochando el botón de la chaqueta. Se giró de espaldas al jardín. Pintado respiró hondo, centró el cuerpo de Miranda en la mira y apuntó al corazón. Un tiro fácil a menos de 120 metros y con un objetivo estático –si hubiera sido un francotirador-. Deslizó el dedo en el gatillo tal y como le habían enseñado y disparó. En la habitación sonó el ruido amortiguado por el silenciador, el descorche de una botella, un susurro en movimiento.
Vio la luna de vidrio templado saltar hecha añicos y el cuerpo de Miranda salir despedido hacia atrás al recibir el impacto del proyectil. Descorrió el cerrojo y cargó una segunda bala, sacó la silueta del argentino del centro de la mira y disparó, esta vez en dirección al techo. Y algo imprevisto ocurrió: La cabeza de Miranda saltó hecha pedazos, reventada como una calabaza.
Todo a su alrededor pareció moverse a cámara lenta. El corazón le galopaba en el pecho… Algo había salido mal, algo que no había calibrado. El sonido de alguien corriendo por el jardín alejándose del edificio de enfrente le trajo de vuelta a la realidad. Apenas distinguió una sombra pasando frente a él. Estaba demasiado conmocionado para reaccionar con claridad. Se asomó al jardín y miró a su derecha, la cortina de la habitación de al lado se agitaba movida por el viento, miró dentro y vio la mesa situada frente a la vidriera y el resto de la habitación ocupada por los trastos de los albañiles. Volvió al interior de la suite y cerró la puerta corredera con el seguro. Se obligó a pensar.
Supo que apenas tardarían unos segundos en reaccionar y llegar hasta él. La ruta de escape lógica era la que había comprobado aquella tarde. Abandonó tras de sí el arma y salió al pasillo. Lo atravesó corriendo en dirección a la zona de recogida de la lencería. Atrancó la puerta tras de sí y lanzó su viejo bolso de viaje por la boca de la rampa que llevaba hasta la lavandería. Se tiró detrás de ella sin dudar y calló sobre un sobado montón de ropa sucia cinco metros más abajo. La camarera que recogía la ropa lo miró con temor y gritó de pánico. Pintado no pudo evitar la reacción. Corrió hasta la puerta de la galería de servicio y apenas cuarenta segundos después estaba intentando recuperar el resuello en el callejón trasero del edificio, una cinta de tierra sin asfaltar y mal iluminada que daba a la trasera de las fincas que limitaban con la calle perimetral del hotel.
El bolso que llevaba a la espalda le pesaba como si cargara piedras, estaba fatigado y sentía la boca ácida, el regusto metálico de la sangre excitando las papilas. A lo lejos destellaban las luces de las cuatro por cuatro del ejército y escuchó el estrépito de las sirenas. Entendió que si no se alejaba inmediatamente sería una presa fácil. Se dirigió corriendo por las calles secundarias y mal iluminadas alejándose del hotel en dirección al lugar donde había quedado con Elena. De momento no tenía muchas más alternativas. Comprendía que le habían preparado una encerrona, una trampa dentro de otra trampa, pero debía de seguir el juego y continuar en la mesa hasta que repartieran las próximas cartas… En cualquier caso estaba vendido…

Desde la esquina, amparado por la oscuridad, Pintado distinguió la trasera del vehículo. Una Toyota 4runner esperaba con el motor en marcha y las luces apagadas. No se distinguía gran cosa tras los cristales tintados, vagamente una silueta sentada en el asiento del acompañante. Pintado se dirigió hasta allí, abrió el portón trasero y tiró al interior el bolso de viaje. Entró en la Toyota y ocupó la plaza del conductor. La oscuridad apenas estaba matizada por la leve iluminación roja procedente del cuadro de mandos, como si del interior de una sala de revelado se tratara. Algo impactó en su sien derecha, de repente las luces se apagaron a su alrededor y perdió la consciencia. 

NOTA DEL AUTOR: El capítulo, tal y como se ha incluido, está incompleto. Solo contiene alguno de los párrafos del original.

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